Esta investigación de Opinión y CONNECTAS revela que 62 soldados que prestaban servicio militar murieron desde 2011 en circunstancias violentas, la mayoría de ellos pobres y de origen campesino. Pero solo se conocen dos casos con una condena judicial a sus responsables. Bolivia es uno de los pocos países de Sudamérica que mantiene el servicio militar obligatorio.
El soldado Edwin Veizaga Peredo, de 23 años, estaba a dos semanas de recibir su libreta de servicio militar y regresar a su hogar en Vueltadero, una comunidad en Ivirgarzama ubicada en la región del Trópico de Cochabamba (centro de Bolivia). Sus padres lo esperaban orgullosos y confiando en la promesa de que regresaría a trabajar en el chaco y estudiar Mecánica Automotriz. Pero los planes de esta familia, de origen modesto y vocación campesina, se hicieron añicos cuando el instructor de Edwin, el sargento Milton García, lo castigó poniéndole un trapo húmedo en la boca, le echó agua fría encima y lo asfixió hasta matarlo.
Los padres de Edwin, Inés Peredo y Eliseo Veizaga, aún lloran la violenta muerte del joven, al igual que sus cuatro hermanos. Tres de ellos viven en otros sitios con sus familias y el menor, de 20 años, lo hace en el cuartel en Río Blanco, Puerto Villarroel, la población capital más próxima a su chaco, adonde fue trasladado tras la muerte de Edwin. Hasta entonces recibía instrucción militar en el mismo regimiento que su hermano, a 957 kilómetros y más de 17 horas de viaje por tierra. “Ya no quería perder a mi otro hijo, por eso hemos hecho el traslado”, explica la mamá.
Desde la muerte de Edwin, ocurrida el 26 de diciembre de 2023 en el Regimiento de Infantería 14 de Florida de San Matías, en Santa Cruz (al extremo este del país, en la frontera con Brasil), el hermano menor aguarda para concluir el cuartel, los progenitores enfrentan dificultades económicas para mantener su terreno agrícola y la familia toda aún se aferra a la búsqueda de justicia. Pese a que el sargento de Ejército Milton García ya había sido sentenciado a 20 años de prisión por el homicidio de Edwin, un juez dejó “sin efecto el mandamiento de condena” y concedió al acusado prisión preventiva, lo que para la familia supone un estado de impunidad por el crimen.
El pedido de justicia reúne a los allegados de Edwin en su chaco amazónico, bajo la sombra de los árboles de plátano que cultivan, sosteniendo un retrato enmarcado y la libreta militar póstuma del hijo. “Cómo me lo han hecho, me lo han castigado hasta matar”, solloza la madre. “Lo necesito harto, ni un poco lo puedo olvidar”, interviene el padre. Sobre esta muerte, el Ministerio de Defensa boliviano reconoce que se trató de un homicidio, por lo que el caso se derivó a la justicia ordinaria.
Bolivia es uno de los cuatro países de Sudamérica donde el servicio militar es aún obligatorio. Este, que podría ser un dato anecdótico, no lo es para los bolivianos. El entrenamiento en cuarteles es un “trámite” de elevado riesgo, que cuesta vidas humanas, como la de Edwin Veizaga. Solo entre 2011 y 2023 murieron 62 conscriptos mientras hacían el servicio militar en circunstancias aparentemente abusivas o violentas, según la investigación documental realizada para este reportaje. La ausencia de datos judiciales no permitió establecer las causas de todas las muertes ni a sus responsables. El número de decesos determinado por esta investigación es mayor a los 53 que reconoce un reciente informe de la Defensoría del Pueblo.
La cifra que revela este trabajo de OPINIÓN y CONNECTAS se desprende de una revisión de publicaciones (periodísticas e institucionales) en sitios web bolivianos entre 2010 y 2023. Las denuncias de muertes de soldados, reportadas durante el año que dura el servicio militar o premilitar para los conscriptos, aparecen en informes de medios y de organizaciones de derechos humanos.
Las muertes identificadas por este trabajo van desde fallecimientos por asfixia y golpes de calor a causa de entrenamientos excesivos, hasta disparos de armas de fuego y violaciones sexuales. Si bien todas se dieron por diferentes razones, muchas aún sin dilucidar, la mayoría de casos demuestra tres problemas estructurales con la estructura militar boliviana. En primer lugar, una cultura violenta en donde se confunde la rigurosidad castrense con la ejecución de castigos físicos y abusos que rayan en la tortura. Esto se suma además a la discriminación de los soldados de origen rural e indígena, que componen la mayoría de las víctimas. Y finalmente, la impunidad en la justicia militar frente a los casos públicos: solo dos han terminado en condenas.
Las muertes de conscriptos registradas para esta investigación revelan el alto grado de violencia en el que se desarrolla el servicio militar en Bolivia. Algunos decesos se dieron a raíz de golpes infligidos por instructores que produjeron a las víctimas hemorragias severas y daños permanentes de órganos vitales, como pulmones y riñones que estallaron por las palizas. Otros soldados perecieron a causa de disparos deliberados de armas de fuego o por asfixia derivada de torturas, como en el caso de Edwin Veizaga. En los reportes militares también se consignan muertes por ahogamientos y a consecuencia de enfermedades preexistentes. Sin embargo, no todas han sido esclarecidas.
Detrás de estos datos hay lo que expertos en seguridad consultados para esta investigación caracterizan como un clima de violencia estructural en las FFAA, institución que administra y ejecuta el servicio militar y premilitar en el país. “Una cosa es la rigurosidad que debe haber dentro de la formación del carácter de los chicos y otra cosa es el abuso personal que hacen los militares (contra los conscriptos)”, aclara el investigador boliviano Samuel Montaño, quien sigue denuncias de abusos en los servicios militares desde 1984.
La violencia a la que alude Montaño se expresa, entre otros factores, en una mentalidad discriminatoria hacia soldados de origen rural e indígena. “No puede ser que oficiales, que en su mayor parte han tenido una formación elitista y vienen de familias acomodadas” no sepan lidiar con el “shock de que, cuando son destinados a unidades militares, se encuentran con que la mayor parte de los conscriptos son indígenas, campesinos que apellidan Mamani, Quispe, lo que los violenta”, dice.
Montaño señala que, antes de la creación del premilitar (un servicio al que se acude solo los sábados y para el que hay que pagar), los hijos de los militares de alto rango iban al Colegio Militar, un sitio con muchos privilegios, para ser caballeros cadetes y posteriormente ser designados para administrar los cuarteles. En su criterio, esta sería la causa por la que muchos militares de alto rango ejercían y ejercerían aún violencia contra los conscriptos como un método de desfogue, una “tradición” que persiste hasta hoy. “(Los oficiales) no tienen mejor forma que desahogar esa frustración que golpear y maltratar al soldado, para así mostrarse a sí mismos que son poderosos, y eso es un defecto psicológico”, insiste.
Los soldados que se someten al servicio militar obligatorio suelen ser de extracción rural, ascendencia indígena y economías modestas, ya que el premilitar exige alta solvencia de los padres: cuesta actualmente 850 bolivianos (unos 122 dólares) solo la inscripción, a lo que hay que sumar el pago de uniforme, alimentación y transporte, entre otros gastos.
Pero, a pesar de sus “privilegios”, el premilitar tampoco exime a los jóvenes de la violencia que reina en los cuarteles de Bolivia. Óscar Márquez Jiménez, de 16 años, murió el 11 de noviembre de 2023 cumpliendo este servicio en la Fuerza Naval de Puerto Villarroel, un poblado rural de la zona tropical de Cochabamba.
Narda Jiménez, su madre, cuenta que aún no encontró justicia para su hijo, quien habría muerto a raíz de un “golpe de calor” que le provocó una falla multiorgánica, según el informe de la autopsia realizada por el Instituto de Investigaciones Forenses (IDIF). A ello se sumó que no recibió atención médica oportuna, según confirmaron testigos del cuartel citados por el abogado de la familia.
La primera noticia que Narda recibió aquel 11 de noviembre fue de un amigo de su hijo, quien le contó que Óscar se había desmayado y estaba siendo atendido en un centro de salud. Al llegar hasta el lugar, el joven estaba intubado. La madre recuerda que los camaradas de su hijo le contaron que Óscar comenzó a sentirse mal durante una rutina de ejercicios, pero que, en vez de parar, recibió el castigo de seguir, a casi 40 grados de temperatura.
“Me pregunté qué ha pasado. Yo lo envié sanito. Sus amiguitos me dijeron que ese día habían hecho mucho ejercicio y Oscar se sentía fatigado. Había puesto mala cara y se hizo castigar con más ejercicio. Puedo decir que seguramente ha hecho más ejercicio mi hijo en esas tremendas temperaturas y no ha sido hidratado. Eso le ha dado un golpe de calor. Le dio un shock”, contó la madre a OPINIÓN pocos días después de la muerte de su hijo.
Frente a la denuncia que presentó la madre ante la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen (FELCC), policías y fiscales llamaron a declarar a algunos militares. Sin embargo, no todos se presentaron y quedaron algunos vacíos en la investigación, que aún sigue en curso, según relató la madre. A decir del Ministerio de Defensa, la de Óscar fue una “muerte natural fuera del recinto militar”.
La “explicación” de la muerte natural aparece, con variaciones, en buena parte del reporte que la Dirección General de Derechos Humanos del Ministerio de Defensa hizo llegar a este equipo periodístico a manera de descargo sobre los decesos de conscriptos en respuesta a una solicitud de información pública. Así, por ejemplo, sobre el caso del soldado Luis Miguel Marca, muerto a los 18 años en el Batallón III de Cochabamba, en marzo de 2023, el informe puntualiza: “Soldado fallecido en actos de servicio por broncoaspiración según autopsia de ley. Se instauró sumario informativo militar. No presenta ningún tipo de maltrato físico”.
Este tipo de respuesta es la que, en criterio del investigador Samuel Montaño, lleva a tipificar las muertes de soldados como accidentes, lo que impide una efectiva investigación judicial que establezca la verdad de los hechos y eventuales sanciones contra los agresores. “El argumento que utilizan los militares para liberar a los señores que matan a los chicos toda la vida es accidente, accidente, accidente”, apunta. La calificación de las muertes de soldados en servicio militar, añade el especialista, es propia de los tribunales de justicia militar en los que mayormente se ventilan los hechos de violencia contra subalternos que involucran a superiores comúnmente liberados sin llegar a someterse a la justicia ordinaria boliviana. “La mayor parte de los militares que han matado a los conscriptos, y digo matado porque hay pruebas de eso que yo he visto, quedan impunes por la justicia militar”, sostiene.
Coincide con Montaño el abogado Santistevan, quien reconoce las deficiencias de la justicia militar en Bolivia. “El asunto está en que la justicia militar no funciona, [porque] no hay fiscales, no hay un sistema organizativo penal, solamente en cuadro, es decir, en gráficos, pero en la realidad esos tribunales no funcionan porque están también politizados al amparo de gente interesada”, afirma.
Y en cuanto a los tipos de sanciones establecidas por la justicia militar, Santistevan precisa que son “básicamente disciplinarias” y van de los arrestos a la baja definitiva, la cual recién habilitaría la apertura de un proceso ordinario. “Entonces se castigan las faltas leves y graves, y los jueces sumariantes castigan con días de arresto hasta la baja definitiva”, complementa.
Esa justicia militar, que favorece la impunidad, es precisamente a la que el informe de Derechos Humanos del Ministerio de Defensa alude en el caso de Luis Miguel Marca, al mencionarse un “sumario informativo militar”. Una muerte por la que su familia aún busca justicia.
Más allá de los casos de estos últimos jóvenes, al menos el 50% de las muertes de conscriptos en los cuarteles fueron por violencia física. Es el caso de Mauricio Apaza Guaraní, un marinero alteño de 22 años que, en enero de 2021, se despidió de sus seres queridos antes de tomar un bus y les dijo, emocionado: “Pronto volveré con mi libreta”. No pudo cumplir con su promesa, ya que murió seis meses después en el Distrito Militar de Santa Rosa de Abuná, en Pando (norte de Bolivia), un paraje amazónico fronterizo con Brasil.
Su cuerpo “habló” a través de su certificado de defunción. El documento reveló que falleció producto de un shock hipovolémico hemorrágico, laceración del bazo y trauma abdominal cerrado. Esa versión fue corroborada por el Ministerio de Defensa, al afirmar que, a raíz de la muerte del marinero “en actos de servicio por shock hipovolémico”, se “instauró un sumario informativo militar y el caso pasó a disposición de la justicia ordinaria”.
Las condiciones descritas por el médico forense Henry Torrejón no coincidieron con la versión informada por sus superiores, que aseguraron que el conscripto habría perdido la vida tras cumplir con ejercicios y sufrir un presunto golpe en la cabeza. Su familia sostiene hoy que se trató de un homicidio y que el alférez Pedro P., a quien le dieron detención preventiva de dos meses en el penal de Villa Busch, sería el aparente responsable. Luego de pagar una fianza de 30.000 bolivianos (4.329 dólares), el militar consiguió detención domiciliaria en octubre de 2021.
Tras la tragedia, los padres de Mauricio, comerciantes de verduras de El Alto, sufrieron un shock que hizo mella en su salud. El papá fue el más golpeado: dejó de comer, su diabetes se agravó y perdió parte de la audición.
“Nuestro sufrimiento va a ser hasta la muerte. Como papás sufrimos, nos sentamos y decimos, ‘¿ahora qué haremos?’. Así nos preguntamos con mi esposo y nos ponemos a llorar los dos. Mi hijo era como una planta que estaba creciendo. Todos sus sueños le han roto. No creo que podamos vivir como antes”, relató doña Pascuala a OPINIÓN en 2021.
Luego de que una de las hermanas asistiera a la reconstrucción de la muerte de Mauricio, el alférez Pedro P. le pidió “perdón”. Ella lo increpó y puso en duda la versión que apuntaba a que su hermano habría muerto accidentalmente. De acuerdo con su relato, el militar habría ofrecido comprarle una casa o un auto, pues “ya nada se puede hacer”.
La violencia también fue protagonista en la muerte de Nicolás Pardo, un joven de 18 años que cumplía su servicio militar en el Regimiento de Infantería 26 General Barrientos Ortuño, en la población rural de Colomi, Cochabamba. El 15 de agosto de 2016, Nicolás realizó su guardia, de 22:00 a 00:00, junto con su camarada. Sin embargo, cuando debía volver a su puesto, a las 02:00, no se presentó. Según las investigaciones policiales, entre la noche del 15 y la madrugada del 16, algunos militares consumieron bebidas alcohólicas en el interior del cuartel.
Aquella mañana, la familia Pardo Pinto recibió de autoridades militares la noticia de que el joven había desertado del regimiento y que estaba siendo acusado del robo de un fusil FAL, por el cual sería procesado. Luego de unas horas, en la noche, los militares dijeron que uno de sus camaradas recibió un mensaje de Nicolás diciendo que estaba en el cerro Jatun Chanca, cerca del cuartel. Allí fueron a buscarlo, sin tener resultados.
Finalmente, el 17 de agosto, antes de las 8:00, policías informaron a la familia que habían hallado el cuerpo de Nicolás sin vida. El joven estaba con un uniforme camuflado que llevaba el apellido Delgado, sujetando un fusil FAL, cubierto con una frazada en el suelo y con dos disparos, uno en la cabeza y otro en el abdomen. Además, tenía lesiones de defensa en ambas manos. Según la Fiscalía de Cochabamba, los orificios hallados en la ropa camuflada que vestía el conscripto no coincidieron con los orificios de su cuerpo y se determinó que el cerro Jatun Chanca no fue el lugar del crimen.
Si bien en principio se dijo que fue suicidio, la Fiscalía acusó del crimen al subteniente Wilder V. O. y a la sargento Flora C.R. En 2020, la justicia los declaró absueltos de pena y culpa del delito de asesinato. Sobre este caso, el Ministerio de Defensa señaló a este equipo de investigación que el soldado falleció “fuera del recinto militar” y que su procesamiento “fue puesto a disposición de la justicia ordinaria”.
En un contacto que se hizo un allegado a la familia Pardo en abril de 2024, este contó que durante varios años intentaron hallar a los culpables de la muerte de Nicolás. Sin embargo, solo lograron más daños emocionales y económicos, por lo que decidieron dejar la investigación.
A finales de marzo de 2024, el defensor del Pueblo de Bolivia, Pedro Callisaya, hizo público el registro de 53 fallecimientos de conscriptos en los últimos 10 años. En el mismo periodo, se recibieron 362 denuncias de violencia en cuarteles. La Defensoría del Pueblo lleva un registro de casos a través de un sistema, pero no cuenta con información respecto a cuántos han logrado sentencia.
Entrevistado para esta investigación, Callisaya aclaró que, aun sin tener el detalle del estado judicial de los casos, la impunidad en ellos es evidente debido a que muchos no se tipifican bajo el delito de tortura, asesinato u otros delitos graves y que, por el contrario, con el paso del tiempo cambian a lesiones leves y graves que conllevan penas menores. “Definitivamente, no hay sentencias por tortura y los fallecimientos que emergen de esta situación en cuarteles, en muchos casos, (…) no están vinculados a tortura ni tampoco cuentan con sentencia”, precisa Callisaya.
Al margen de la identificación de muertes, la investigación de la Defensoría del Pueblo incluyó una encuesta con cadetes y conscriptos para conocer el clima de adiestramiento en los cuarteles. De 1.500 encuestados, el 79% dijo que no fue víctima de violencia; no obstante, el 77% afirmó haber presenciado algún hecho de agresión que tuvo como víctima a algún camarada.
Tras la publicación de los datos de la Defensoría del Pueblo, se buscó al Ministerio de Defensa, cartera ejecutiva de la que dependen las Fuerzas Armadas en Bolivia, para conocer su criterio. En declaraciones a OPINIÓN, el ministro de Defensa, Edmundo Novillo, informó que se evalúan ajustes a la normativa del servicio militar. “Nosotros tenemos la Dirección de Derechos Humanos en el Ministerio de Defensa, que hace un trabajo preventivo, de capacitación fundamentalmente, para que el trato a los soldados en los cuarteles sea respetando la vida”, dijo Novillo.
Reconoció que “hay militares que cometen excesos” y que se debe trabajar con las Fuerzas Armadas para reducir esos hechos. Sobre los cambios que harían en la normativa del servicio militar, expresó que “se ha avanzado” y que “van a ayudar al trato cuartelario”, aunque no puntualizó en qué consistirían las modificaciones.
El ministro manifestó, por otro lado, que el acceso al servicio militar implica un requisito previo: que la persona tenga las condiciones físicas para hacerlo. “Se ha podido advertir que muchos de estos soldados tienen problemas muy serios, que han traído enfermedades de base. Ya que están dentro el servicio militar, no es posible después abandonarlos, sino que se hace cargo prácticamente su fuerza. En ese sentido, les hemos recomendado que el proceso de admisión de todos los soldados sea siempre cumpliendo este requisito”, detalló.
Además de la cultura violenta y discriminatoria que rige la instrucción militar, el investigador Samuel Montaño advierte que la impunidad rodea las muertes de soldados en cuarteles, sobre todo cuando se procesan en la justicia militar. El experto asegura que, en la mayoría de las muertes registradas, “la mayor parte de los gobiernos permite” que los casos “pasen a la justicia militar”, pese a que “deberían ser tratados por la justicia ordinaria”. Al no tener formación profesional en leyes, añade, los tribunales militares favorecen a los acusados, otorgándose libertad o penas menores.
Además de la de Edwin, la otra muerte en un cuartel que ha llegado a una sentencia es la de Carmen Rosa Mollo Ayllón, de 17 años, quien perdió la vida a manos de los militares Ángel Reynaldo Mamani Huallpa y Cidal Chávez Quispe, tras una serie de hechos que se prolongaron del 29 de agosto al 2 de septiembre de 2014. Fue en el Regimiento Ayacucho de Achacachi, una comunidad altiplánica de la zona rural paceña.
Carmen Rosa estaba haciendo el premilitar. Según las pesquisas del proceso, ambos instructores militares abusaron sexualmente de ella y de su prima luego de darles bebidas alcohólicas y antes de matar a la primera, en el dormitorio de uno de los hombres. Los uniformados las habían citado expresamente con el propósito de violarlas. Las bebidas que les hicieron tomar las dejaron a su disposición, pero Carmen Rosa habría opuesto resistencia, lo que llevó a sus victimarios a golpearla en la cabeza hasta matarla. Para intentar esconder su crimen, la enterraron en Pucarani, a unos 66 kilómetros del cuartel de Achacachi.
A la solicitud de información para este reportaje, el Ministerio de Defensa respondió que “la premilitar falleció por violación seguida de homicidio por dos instructores” y “el caso fue puesto a disposición de la justicia ordinaria”. En ese escenario, Mamani Huallpa y Chávez Quispe fueron condenados a 30 años de cárcel por el delito de feminicidio, aunque absueltos por la supuesta violación.
Montaño reafirma que la impunidad se refuerza porque existe amedrentamiento hacia los familiares y los mismos conscriptos que son testigos de estos actos de violencia, que no denuncian por temor a represalias. Eso por hablar de los casos que son denunciados, porque muchos ni siquiera llegan a esa instancia. “Muchos soldados que sufren maltrato no se quejan, porque los amenazan con (no darles) la libreta militar, los amenazan con cualquier cosa”, añade Montaño.
Este equipo de investigación procuró comunicarse con funcionarios de la justicia militar y de la ordinaria, así como de otras reparticiones. Se enviaron 29 cartas a las fiscalías y tribunales departamentales de justicia de los nueve departamentos de Bolivia, así como a ministerios de Defensa y de Justicia; a la Defensoría del Pueblo; a la Fiscalía General del Estado; al Tribunal Supremo de Justicia; al Comandante General de la Fuerza Aérea Boliviana; al Comandante General del Ejército de Bolivia; al Comandante General de la Armada Boliviana, y al Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. En las cartas se solicitó información sobre las muertes de conscriptos registradas entre 2010 y 2023, el estado de los casos militares y judiciales y las eventuales sentencias los responsables.
Del total de solicitudes oficiales enviadas, solamente se recibieron 11 respuestas, la mayoría sin la información solicitada. Por ejemplo, el Tribunal Departamental de Potosí y la Fiscalía Departamental de Tarija solicitaron los códigos de identificación judicial para conocer la situación en la que se encuentran los casos de esos departamentos. La Fiscalía Departamental de Oruro respondió que la información debe ser otorgada por la Máxima Autoridad Ejecutiva (MAE), que sería la Fiscalía General del Estado, institución que no atendió a la solicitud de este medio, pese a haber hecho llegar el pedido de forma escrita y verbal.
Por su lado, la Séptima División del Ejército aseguró que “esta instancia no tiene competencia para otorgar mencionada información por la estructura que tiene el Ejército establecida en la Constitución Política del Estado”.
El Tribunal Supremo de Justicia también aseguró no contar con una base de datos que recaude la situación legal de las muertes ocurridas en cuarteles, asegurando que son otras instituciones las que tienen esa atribución. La única respuesta recibida de una institución militar nacional fue de la Fuerza Aérea Boliviana (FAB). En ella, indica que la información solicitada “es clasificada y tiene carácter secreto e inviolable”.
El Ministerio de Defensa fue la única instancia ejecutiva que aportó datos a la investigación. Según la Dirección de Derechos Humanos de esta cartera estatal, entre 2010 y 2023 recibieron el reporte de 33 decesos de soldados, marineros y premilitares.
Sobre las denuncias de violencia contra conscriptos al interior de cuarteles de Bolivia, reconocen 80 casos, a los cuales se “realizó el seguimiento correspondiente”, dijo la repartición del Ministerio de Defensa en su respuesta.
El equipo de investigación acudió también a los tribunales departamentales de justicia de La Paz, Santa Cruz y Cochabamba (eje troncal de Bolivia) para revisar el estado de los casos. En La Paz, de los 17 fallecidos, solo tres aparecen en el sistema de seguimiento de casos del tribunal. En Santa Cruz, no hay ningún registro judicial de las 10 muertes contabilizadas. En Cochabamba, de los 10 casos, solo se encontró que tres fueron tipificados y siguieron una investigación hasta llegar al tribunal; sin embargo, dos siguen en investigación y el otro falló a favor de los acusados.
Por lo visto, encontrar justicia ante estas muertes en los cuarteles se ha vuelto una faena irrealizable para las familias. Incluso, cuando todo parece que está resuelto, las heridas se abren nuevamente. Así lo siente la familia de Edwin Veizaga.
Luego de tener que enfrentar la noticia de que el joven murió trágicamente asfixiado por un trapo húmedo, sus padres y hermanos siguen peleando para que el culpable del crimen, quien ya había sido sentenciado por la muerte a 20 años de cárcel, pague su pena. El fallo judicial que anuló la sentencia movilizó al Ministerio Público, que volvió a apelar la decisión tomada por el juez para que se dé cumplimiento a la prisión. Mientras tanto, sus padres siguen sin poder curar las heridas emocionales y materiales que les dejó la muerte, y su hermano menor aún no ha vuelto del cuartel en el que cumple su servicio militar obligatorio.
En los días previos a la publicación de esta investigación se conoció de la muerte de una adolescente de 17 años, que realizaba el servicio premilitar en Sucre.