Eso sí, las cifras oficiales de feminicidios en El Salvador muestran una baja en los últimos años, después de haber tenido las tasas más altas del mundo. Pasó de 274 asesinatos a mujeres por razones de género en 2015 a 76 en 2021. La baja de feminicidios coincide con la baja general de homicidios producto de, primero, los acuerdos con las pandillas que realizó el Gobierno de Bukele y, luego, la persecución contra estas. Eso sí, otros delitos de género se mantienen altos. Por ejemplo, los delitos contra la libertad sexual subieron de 4.703 en 2020 a 6.153 en 2021, y los incluidos en la Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres subieron de 3.838 en 2020 a 4.390 en 2021, según la Fiscalía General de la República.
En Honduras también hay un programa llamado Ciudad Mujer, inspirado en el salvadoreño, que ha invertido 18,9 millones de dólares en cinco años. Cuando la iniciativa comenzó, en 2017, se reportaron oficialmente 235 feminicidios. En 2021 la cifra subió a 342, según la oenegé Centro de Derechos de Mujeres. Su directora, Tatiana Lara, explicó que la falta de coordinación entre instituciones gubernamentales impide mejores resultados. Por ejemplo, se construyeron tres habitaciones especiales (cámaras Gesell) para toma de declaración de víctimas, pero nunca han sido usadas por el Ministerio Público.
Algo similar ocurrió en Brasil, donde el Gobierno de Bolsonaro postergó algunos proyectos para la protección de mujeres víctimas de violencia. El ejemplo más simbólico es la Casa de la Mujer Brasileña. La iniciativa fue concebida en 2014 por el Gobierno de Dilma Rousseff como un servicio público para acoger a mujeres en situaciones de violencia y alta vulnerabilidad. El plan era inaugurar unidades en los 27 estados brasileños. Solamente hay cuatro funcionando. “Estamos en el peor de los mundos. Sin planificación, sin inversiones y con la violencia creciendo”, dice Marlise Matos, coordinadora del Núcleo de Estudios sobre la Mujer de la Universidad Federal de Minas Gerais.
Mientras en Venezuela ya nadie sabe qué ocurrió con Mamá Rosa, un programa que lleva el nombre de la abuela del fallecido Hugo Chávez anunciado con bombos y platillos por el presidente Nicolás Maduro en 2013, y que según el régimen erradicaría “la violencia de género en todas sus expresiones”.
En el acto de inicio estuvo invitado el autor de Las venas abiertas de América Latina, el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano, quien sentenció ese día que “la nueva Venezuela” tendría que ser “parida en la igualdad de géneros”. Hoy es imposible saber oficialmente si la violencia ha bajado. Desde 2017 no hay cifras estatales de feminicidios. Solo las oenegés llevan un conteo que ha permitido saber que los casos no disminuyen.
En 2016 según las cifras gubernamentales, hubo 122 feminicidios. Apenas un año después, el Comité de Familiares de Víctimas del Caracazo (Cofavic), una oenegé de derechos humanos venezolana, registró un alza del 74 por ciento: 213 feminicidios en 2017. La cifra continúa en ascenso. En 2021 el Monitor de Feminicidios contabiliza 239 y el Centro de Justicia y Paz 290. Karla Subero, miembro del equipo jurídico de Cofavic, sostiene que “la opacidad de la información oficial presentada es un elemento que, sin duda, contribuye al aumento de las cifras en materia de violencia de género, especialmente la relativa a los feminicidios”.
Uno de los feminicidios que no figura en las estadísticas oficiales venezolanas es el de Karla Stefanie Romero. El 9 de mayo de 2018, dos hombres en moto asesinaron a tiros a la joven, de 29 años, en el estacionamiento de su casa en San Cristóbal, en el fronterizo estado Táchira. La expareja de la joven, el teniente coronel Manuel Salvador Parra Ramírez, presuntamente ordenó el sicariato y se libró una orden de captura en su contra. Pero, en lugar de ser detenido, fue ascendido y asignado a la Guardia de Honor Presidencial. Poco después, la causa contra el militar y los implicados fue sobreseída.
Un blanco político
Otro peligro que enfrentan los programas de protección de la mujer en el continente y, especialmente, en el Triángulo Norte es que han sido blanco de fines políticos. En Honduras, las oficinas del programa Ciudad Mujer fueron apedreadas en mayo de 2022 por el diputado del partido Libre, Mauricio Rivera, que encabezó una protesta para exigir que se nombrara a una persona cercana. Rivera fue finalmente suspendido de su cargo.
La actual directora del programa, Tatiana Lara, la misma que reconoce el impacto por la descoordinación de las instituciones y es correligionaria de Rivera, sostuvo que el organismo en periodos anteriores fue víctima de la partidización. En esta entidad se detectó que el 50 por ciento de sus 145 empleados no cumplía con el perfil para ocupar los cargos.
En Nicaragua, en su persecución contra las oenegés, el gobierno canceló la personería jurídica de más de 600 organizaciones; 74 de ellas defendían los derechos de las mujeres. Esto significó que se cerraran albergues de atención a mujeres víctimas de violencia.
Pero el caso más emblemático de uso político de las medidas de prevención de la violencia contra la mujer se da en Guatemala. Allí funcionarias públicas han aprovechado la Ley contra el Feminicidio para evitar la fiscalización de la prensa.
Un caso es el de Alejandra Carrillo, a quien la Fiscalía Anticorrupción de Guatemala le abrió investigación por presuntamente haber contratado a funcionarios “fantasma” en el Instituto Nacional de Atención a la Víctima del Delito (el organismo que debe atender, entre otras, a víctimas de violencia de género). La denuncia sostiene que contrató a por lo menos 109 personas vinculadas a parlamentarios oficialistas, que no acudían a trabajar, pero sí recibían sueldo.